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Todavía recuerdo cuando mi padre me llevaba a jugar al baloncesto. Tendría unos 12 años, y que él viniera a verme, lejos de ponerme nervioso, me daba un plus de motivación. Quería que se sintiera orgulloso de mí, no sólo por mi actuación deportiva, sino también por mi actuación humana. Quería que me viera como un chico ejemplar dentro de la pista, sin protestar a los árbitros, sin despreciar al rival, sin quejarme de mi entrenador ni de mis compañeros. Pero no valía de nada que yo lo hiciera.

Mi padre siempre ha sido aficionado del Atlético de Madrid. Tal vez sea ese espíritu sufridor que te da ser del equipo del Manzanares, ese sentimiento de ser “el pupas”, el perjudicado siempre, esa manía persecutoria la que le hacía ver todo como un ataque contra él y su equipo. Y por extensión el mío.

Está bien desahogarse. Yo lo entendía. Mi padre tenía un trabajo estresante, apenas nos veía, y los fines de semana era ese pequeño oasis que necesitaba para él mismo. Pero nosotros le requeríamos. Venía a vernos jugar. Nos llevaba donde fuera, lloviese, nevase o hiciese 50° a la sombra. Quizás pensaréis: “Hombre, pero el baloncesto se juega en pista cubierta”, pero los viajes hasta navalcarnero nevando los haces por amor. Y le estoy muy agradecido.

Sin embargo, como estaba intentando decir antes, a pesar de este agradecimiento y amor que le profesaba a mi padre por llevarme a tantos sitios aun cuando muchas veces no podía, también le culpo de algo. Su comportamiento en la grada. Nunca ha tenido palabras malas ni desagradables contra el rival. Ni contra sus padres. Podrá ser muchas cosas, pero sabía que el equipo rival no eran más que chavales de 12 años que estaban jugando a aquello que les gustaba, y que en la grada no había aficionados, sino padres ansiosos porque su hijo hiciera un buen partido y diera la victoria a su equipo y el orgullo a su familia. En este aspecto siempre ha sido respetuoso. El problema llegaba con los árbitros. Y con el entrenador.

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[/one_half][/columns]Dicen que los árbitros pueden condicionar mucho los partidos. Y por un lado tienen razón. Pero hay que tener un respeto. No vale de nada que a un jugador de 12 años se le diga que hay que respetar a los demás, que hay que respetar al árbitro, y mientras escuche desde la grada gritar a alguien cosas como “ladrón”, “miserable”, “estafador”, “borracho”, “cornudo”  o, incluso, “hijo de…”. No vale de nada inculcar valores de esfuerzo, respeto y compañerismo si en tu vuelta a casa tu padre te dice: “tu entrenador es un imbécil, ¿Cómo puede jugar éste más que tú? ¡Sí es malísimo!” ¡Oh, señor!

Está claro que todos barremos para casa, que la objetividad en la vida se pierde cuando hablamos de nuestros hijos, de nuestros padres y, en general, de casi todo.  Pero una cosa está clara: al igual que yo, vuestros hijos os agradecerán que deis la vida por ellos. Que les animéis, que les llevéis hasta el fin del mundo para que jueguen un partido. Pero, sinceramente, el respeto que se les inculque en su formación, pese a que no sea algo que agradezcan en un primer momento, será algo que agradezcan toda su vida. Lo sé.

Yo es lo único que no le agradezco a mi padre.

Por Alejandro Alcazar, estudiante en prácticas de la UCM

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